Charla: Cuando el rock se encuentra con la literatura
- Lala Toutonian
- hace 6 días
- 10 Min. de lectura
El jueves 13 de noviembre, en el marco de la IV edición del Encuentro de Literatura Independiente (ELI), la periodista cultural, Lala Toutonian, dio la siguiente charla en la que abordó los vínculos que existen entre la literatura y la música rock. A continuación puedes leer la charla completa.
Primero fue la literatura. Antes que el ruido, antes que la guitarra, antes que el escenario. Fueron los libros los que me enseñaron a escuchar. Crecí leyendo antes de saber lo que era un acorde. La literatura me dio refugio, ritmo y sentido. Leía para entender el mundo, pero también para desarmarlo. Y después, cuando apareció el rock, descubrí que esas dos pasiones hablaban el mismo idioma: el de la intensidad.
Hablar del encuentro entre lectura y música como una iniciación: Los libros como primeros discos. Los autores como las primeras estrellas del rock. La lectura como forma de pertenecer a una tribu invisible.
Antes del ruido, estuvo la palabra. Antes del escenario, la página. Antes de la distorsión, el silencio que precede a la primera frase.
Hubo un tiempo en que leer era mi manera de escuchar. Los libros fueron mis primeros discos: objetos que giraban, no sobre un tocadiscos, sino dentro de mi cabeza. Algunos eran vinilos lentos y melancólicos; otros, verdaderos estallidos de distorsión emocional. Cada lectura dejaba un residuo sonoro: una frecuencia interior. Y los autores… los autores eran mis primeras estrellas del rock. Kerouac con su prosa improvisada, lanzando palabras como si fueran solos de saxofón. Cortázar con su swing intelectual, haciendo del lenguaje un instrumento de viento. Borges, el más improbable de los rockeros, mezclando erudición y vértigo como si tocara una guitarra de espejos. Ellos me enseñaron que la literatura también podía ser un acto físico, que se podía escribir con el cuerpo entero, como si cada frase tuviera un compás interno que sólo el lector atento lograra oír.
Leer fue mi primera forma de pertenecer. Por igual encontraba mi tribu en los recitales como en cafés literarios o las clases, y en ese instante secreto en que alguien abría una página y encontraba ahí un eco, una voz que decía lo que uno todavía no sabía decir. Era una comunidad de desconocidos, unidos por una misma fiebre. Leíamos para reconocernos en el otro, aunque nunca fuéramos a cruzarnos. Una tribu invisible, conectada por el hilo del lenguaje, por el deseo de que algo —una palabra, una imagen, un verso— nos salvara por un momento del ruido del mundo.
Después llegó el rock, y todo eso se amplificó. El libro se convirtió en amplificador; el sonido, en una nueva sintaxis. Pero la sensación era la misma: la iniciación. La certeza de haber entrado en un territorio donde la sensibilidad y la rebeldía hablaban el mismo idioma. Leer, escuchar: dos formas de invocar. Dos maneras de sobrevivir.
La lectura me enseñó el ritmo; el rock me enseñó el volumen. La literatura me enseñó la profundidad; el rock, el salto. Y en esa tensión —entre silencio y estruendo— encontré mi forma de estar en el mundo.
Mi primera vocación fue literaria, pero el periodismo musical me abrió otra puerta: la de escribir desde el cuerpo, desde el vértigo. Pasé de leer novelas a leer discos, de buscar argumentos a buscar riffs narrativos.
Desde que empecé a escribir, lo hice con el oído. Antes de ser periodista, fui una escucha: de radios, de discos, de conversaciones. Aprendí que el ritmo de una frase puede ser tan revelador como un solo de guitarra, y que la puntuación, si se la usa bien, respira como una batería en cámara lenta. Cuando entré a Madhouse en los noventa, entendí que el periodismo musical no era sólo contar qué pasaba: era traducir energía. En esas páginas escribíamos como se tocaba: rápido, urgente, con errores que parecían parte del estilo. Luego, en Much Music, trabajando como traductora y entrevistadora, el sonido se volvió materia. Cada diálogo con un músico era una especie de ensayo improvisado: un duelo de tempos, silencios y acentos.
Siempre pensé que escribir sobre música es intentar atrapar lo inatrapable. Traducir el ruido en palabra, la distorsión en adjetivo. Cuando trabajé en los documentales de Attaque 77 o Hermética, traté de narrar la vibración, no la anécdota. La música no se cuenta, se encarna.
Con los años, el cruce entre literatura y sonido se volvió mi territorio. En los talleres de “En clave musical” o en mis charlas sobre punk y política, intento que las palabras se escuchen, que tengan tono. En Leída Circular, mi proyecto más querido, busco eso mismo: que la lectura suene. Cada texto tiene su tempo, su respiración, su silencio necesario.
Las entrevistas que hice —de Joan Jett a María Moreno, de David Keenan a Ozzy Osbourne— me enseñaron que hablar con un músico no es lo mismo que hablar con un escritor: en los primeros prima la energía, en los segundos la idea. Pero ambos, si uno escucha bien, trabajan con lo mismo: ritmo, tensión, melodía interna.
Después de tantos años entre libros, discos y escenarios, entendí que lo mío no es elegir entre música o literatura, sino escribir desde el punto exacto donde ambas se tocan. Allí donde una frase late, donde un acorde se vuelve palabra, y donde, si hay suerte, el texto también suena.

La diferencia entre entrevistar a escritores y entrevistar a músicos (y el oficio de traducir el sonido)
Entrevistar a escritores fue, al principio, una extensión natural de mi amor por los libros. Ellos habitan el territorio de las ideas: cada respuesta es una construcción mental, un argumento, un pliegue de pensamiento. En sus silencios hay gramática. Cuando hablo con un escritor, el tiempo se detiene: se trata de entender cómo una voz se organiza para decir algo con precisión, cómo una obsesión se transforma en estilo. Es una conversación de planos internos: de estructuras, de símbolos, de obsesiones que se disfrazan de personajes. Una charla con un escritor es como entrar a una biblioteca vacía donde las paredes piensan.
Con los músicos, en cambio, el tiempo se acelera. No se habla: se vibra. Las palabras ya no buscan el significado, sino el pulso. Entrevistar a un músico es entrar en contacto con una corriente eléctrica: la energía domina la escena, incluso cuando la entrevista ocurre en silencio. No hay teoría que alcance; hay respiración, ritmo, intuición. A veces ni siquiera recuerdan fechas o títulos —pero pueden describir exactamente el color del sonido que los obsesiona, o el momento en que una nota los partió en dos.
En la literatura el lenguaje se elige; en el rock, se exhala. Los escritores escriben para ordenar el mundo; los músicos para incendiarlo. Yo aprendí a moverme entre esos dos extremos.
Y escribir sobre música fue —y sigue siendo— mi forma de traducir ese fuego. Traducir el sonido es un acto imposible, pero hermoso. Es intentar ponerle cuerpo a lo invisible: transformar la distorsión en adjetivo, el beat en respiración, el riff en puntuación. Escribir sobre música es oír cómo late la sintaxis. Cómo una frase puede tener el mismo efecto que un golpe de batería o un acorde menor. Cómo una palabra puede hacer vibrar al lector igual que un bajo que entra a destiempo.
Aprendí que cada texto tiene su propia partitura: la coma como pausa, el punto como golpe seco, la mayúscula como entrada de guitarra. Y cuando el texto encuentra su ritmo, algo sucede —una suerte de trance—. Ahí, la crítica se convierte en invocación. Y el periodismo cultural deja de ser un registro para transformarse en una forma de música.
Escribo con ritmo, leo con oído. La palabra y el sonido ya no son dos lenguajes distintos: son dos maneras de tocar lo mismo, el pulso secreto de lo que todavía no sabemos decir. Con el tiempo entendí que no escribía sobre músicos, sino sobre personajes —con sus mitologías, sus contradicciones, sus ruinas.
Hay autores que escriben con oído de rock.
Kerouac y el jazz como respiración literaria
Jack Kerouac escribió como se toca el saxofón: con el cuerpo. Su prosa espontánea no buscaba estructura sino ritmo. Cada frase debía fluir como un solo de Charlie Parker, sin interrupciones, sin edición. El jazz fue su método y su mística: escribir al compás de la improvisación, donde el sentido nace del impulso. En En el camino, el movimiento no es sólo geográfico sino rítmico: la carretera como partitura infinita, la palabra como nota que se quema al salir.
Burroughs y la oscuridad que contagió a Bowie, Joy Division y Nirvana
William Burroughs no sólo escribió sobre la sombra, la inventó. Su lenguaje fragmentado y su técnica del cut-up crearon una sintaxis paranoica que anticipó la distorsión del rock industrial y del grunge. Bowie lo leyó como quien abre un manual de alquimia, Ian Curtis tomó de él la idea de la descomposición como forma de belleza, y Cobain lo visitó como a un oráculo sucio. En Burroughs, la literatura fue un virus: una forma de contaminación estética que mutó en sonido.
Patti Smith como puente entre Rimbaud y el CBGB
Patti Smith es la figura que conecta la fiebre simbolista con el sudor del punk. Su poesía tomó el hambre mística de Rimbaud y la arrojó al escenario como si fuera una oración eléctrica. En Horses, cada canción es una invocación: la palabra declamada como guitarra, el cuerpo como manifiesto. En el CBGB, Smith fundó una nueva genealogía: poetas con amplificador, santos con micrófono.
Cohen y su lección de silencio
Leonard Cohen entendió que la voz más poderosa es la que sabe callar. Entre el misticismo y el deseo, su obra es una negociación entre palabra y pausa. Su tono monacal y su escritura depurada enseñaron que la canción puede ser un poema rezado, que el amor y la fe respiran en el mismo verso. Cohen convirtió el silencio en materia poética: la grieta entre dos notas como lugar donde habita lo sagrado.
Nick Cave como reescritura del Antiguo Testamento
Nick Cave entró al rock como un profeta apocalíptico. Sus letras resucitan el lenguaje bíblico —la sangre, el castigo, la redención— y lo mezclan con la violencia de los bajos fondos. En su universo, Dios es un amante cruel y el pecado una forma de lucidez. Desde The Mercy Seat hasta Push the Sky Away, Cave no canta: predica. Cada canción es un sermón oscuro donde la fe y el deseo se confunden.
Dylan y la fusión definitiva: verso-canción
Bob Dylan derribó la frontera entre el poeta y el músico. Su voz áspera y su lírica visionaria convirtieron la canción popular en un arte de pensamiento. De Highway 61 Revisited a Blood on the Tracks, Dylan demostró que el rock podía contener a Whitman y a Rimbaud, que el estribillo podía ser una forma de manifiesto. Su obra es el punto exacto donde el verso se electrifica: la palabra, finalmente, aprendiendo a sonar.
El rock como lenguaje literario
El rock tiene trama, ritmo, personajes, atmósfera. Es un relato comprimido en tres minutos, como un cuento de Carver o de Cortázar.
Canciones que funcionan como cuentos.
Novelas que suenan como discos.
La oralidad del rock vs. el silencio literario.
El cuerpo como territorio narrativo.
Como periodista, aprendí a escuchar el ritmo de cada entrevista. Algunos músicos responden en compases de tres cuartos; otros en riffs desordenados. Escribir sobre ellos es como editar una canción: encontrar el tono, la pausa, la repetición que vuelve todo inolvidable. A lo largo de los años, entrevisté a varios artistas que entendían la escritura como acto de trance. Algunos me hablaban de libros con la misma devoción con la que otros hablaban de drogas. En cada conversación, entendí que el rock no era solo música, sino una forma de pensar, una manera de narrarse.
Kate Bush – Wuthering Heights. Brontë, la locura romántica hecha danza
Con apenas dieciocho años, Kate Bush convirtió el grito de Catherine Earnshaw en una coreografía espectral. Wuthering Heights no es una adaptación: es una posesión. Brontë escribió la tormenta emocional; Bush la bailó. Su voz —etérea, aguda, casi delirante— invoca a un fantasma que no pide amor sino reconocimiento. En esa interpretación, la literatura romántica se vuelve corporal: el deseo trasciende la tumba, y el cuerpo canta lo que la palabra ya no puede contener.
The Cure – Killing an Arab. Camus, la indiferencia en la arena
Robert Smith leyó El extranjero y escuchó el silencio del sol. Killing an Arab condensa la mirada ciega de Meursault frente al absurdo: la arena, el calor, el disparo sin sentido. En su aparente frialdad se esconde una violencia filosófica: el existencialismo transformado en pop minimalista. Camus escribió la distancia del hombre frente al mundo; The Cure la convirtieron en melodía seca, en esa línea repetida que no juzga ni explica, sólo observa, como el propio asesino.
David Bowie – 1984. Orwell, la distopía convertida en glam teatral
Bowie tomó la opresión orwelliana y la vistió con lentejuelas. En 1984, el Gran Hermano se mueve al ritmo del funk, y el miedo se baila. Su lectura de Orwell no es literal: es sensorial. La paranoia, la vigilancia, la pérdida del yo, todo se traduce en una coreografía futurista, con guitarras wah-wah y vientos amenazantes. Bowie entendió que la distopía también puede seducir: que el control puede tener brillo, y que incluso en el totalitarismo, el arte encuentra su máscara más fascinante.
Lana Del Rey – Off to the Races. Lolita, erotismo y melancolía
Lana Del Rey canta desde el punto ciego de Nabokov: la voz de la nínfula. En Off to the Races, el deseo es un arma que tiembla; la juventud, una mercancía envuelta en perfume. Su voz se desliza entre el placer y el peligro, entre el lujo y la degradación. Como Lolita, la canción es ambigua: denuncia y celebra, erotiza y se burla. En esa ambivalencia reside su fuerza: la melancolía hecha glamour, la literatura convertida en videoclip febril.
The Rolling Stones – Sympathy for the Devil . Bulgákov, el diablo como cronista
Mick Jagger leyó El maestro y Margarita y comprendió que el Mal puede ser un narrador elegante. Sympathy for the Devil adopta el tono del visitante infernal de Moscú: irónico, culto, sofisticado. Desde esa voz, el Diablo se convierte en testigo de la historia humana, más curioso que malvado. Las maracas suenan como carcajadas discretas, y el rock se vuelve rito. Bulgákov le dio al demonio una inteligencia política; los Stones le dieron ritmo y placer.
Nirvana – Scentless Apprentice. Süskind, la obsesión como ruido
En El perfume, Süskind imaginó a un hombre sin olor que busca la esencia absoluta; Cobain hizo de esa obsesión un grito. Scentless Apprentice transforma la búsqueda de la perfección olfativa en distorsión pura. La guitarra repite un riff como un pensamiento obsesivo, y la voz de Kurt se desgarra intentando alcanzar lo inalcanzable. En ambos, la creación se confunde con el crimen: hacer belleza a costa de destruirse. Süskind escribió la locura con palabras; Cobain la grabó en feedback.
The Velvet Underground – Venus in Furs. Sacher-Masoch, deseo y transgresión
Lou Reed tomó el texto de Sacher-Masoch y lo tradujo a sonido: el gemido del arco sobre la viola, el latigazo del ritmo lento. Venus in Furs es el manifiesto del placer sometido, la belleza en el límite. La voz neutra, casi narcótica, describe lo indecible con la serenidad del que se entrega. Allí donde el escritor hablaba de castigo, Reed encontró textura; donde había culpa, encontró estilo. En su letargo eléctrico, el masoquismo se vuelve arte: un erotismo que no pide perdón.
El rock y la literatura comparten una urgencia: decir algo antes de que el silencio vuelva a tragárselo todo. El rock tradujo la literatura a un nuevo lenguaje: el cuerpo. He pasado buena parte de mi vida escribiendo sobre música, pero también escribiendo desde la música. El rock me enseñó a darle cuerpo a la literatura. La literatura me enseñó a darle sentido al ruido. Y cuando ambas se encuentran, lo que queda es eso: la voz y su eco.



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